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Las huellas del autogolpe en la cultura política peruana

Publicado: 2012-04-05

Hace 20 años, el 5 de abril de 1992, el entonces presidente Alberto Fujimori declaró la suspención de la Constitución, la clausura del Congreso y la intervención en el Poder Judicial. El llamado autogolpe contó con el aval de las Fuerzas Armadas —quienes salieron a defender minutos después de que Fujimori anunció el autogolpe via televisión— junto con un sector importante del empresariado.  El autogolpe —y el régimen autoritario que instauró y que duró a lo largo de la década de los 90— ha dejado huellas profundas en la sociedad peruana. Aprovechando de una coyuntura crítica de grave crisis ecónomica y política, Fujimori y sus aliados impusieron un régimen autoritario que avasalló con la institucionalidad democrática del país.

Es importante reconocer que la democracia en el Perú de los 80 fue débil y se fue debilitando más aún con las decisiones de los gobernantes, tanto durante los gobiernos de Fernando Belaúnde (1980-85) como de Alan García (1985-90), de responder a la violencia de los grupos alzados en armas con la imposición casi permanente de estados de emergencia, que trajo consigo las consecuencias conocidas: el desplazamiento de las autoridades democráticas especialmente a nivel local, el empoderamiento de las fuerzas armadas, y graves violaciones a los derechos humanos. Pero el autogolpe permitió a Fujimori y sus aliados crear un sistema de control político y social a nivel nacional que facilitó una corrupción sin precedente; la compra de los medios de comunicación, lo cual eliminó practicamente la capacidad de la sociedad de cuestionar el modelo y las prácticas políticas del fujimorismo; y el silencimiento de la sociedad civil frente al Leviathan que se fue construyendo y consolidándose luego del autogolpe.

Hacia finales de los 90 el Leviathan se fue debilitando hasta su eventual colapso, cuado primero Montesinos y luego Fujimori huyeron del país. El hecho de que ambos están ahora encarcelados, luego de haber enfrentado una serie de procesos legales por corrupción, abuso de autoritadad, y violación a los derechos humanos, es realmente impresionante, pues demuestra que la sociedad y la política peruana aún tiene reflejos frente a la criminalidad política para decir basta. No es poca cosa.

Sin embargo el Perú que condenó a Fujimori a 25 años por Barrios Altos y La Cantuta, y a Montesinos por Barrios Altos y la ilegal venta de armas a las FARC de Colombia, y a ambos por varios actos de corrupción, es también el Perú que el año pasado estuvo a punto de eligir la hija del ex dictador y ahora reo como presidenta. Ello representa una paradoja profunda, que revela el poder que aún tiene el fujimorismo de convencer y de seducir. ¿Cómo así?

El control político y social establecido por el fujimorismo, gracias al autogolpe, permitió la implantación de una formar de entender la política, que algunos hoy en día llaman prágmatismo pero que va mucho más allá de eso, según el cual el fin justifica los medios: si para arreglar la economía y controlar el terrorismo era necesario matar algunas personas, pues entonces está bien, es el precio que había que pagar. Esa lógica no es ajena a otras sociedades que han enfrentado graves crisis sociales y económicas: pienso en mi país de nacimiento, Estados Unidos, frente a los ataques del 11 de setiembre; el gobierno de George W. Bush diseñó una serie de políticas violatorias de los derechos humanos —y comenzó dos guerras, bajo argumentos abiertamente falsos en el caso de Iraq— bajo el argumento que tales medidas eran necesarias para enfrentar el terrorismo de Al Quaida y preservar la democracia estadonudense. Como en el Perú, muchos de mis compatriotas aceptaron estos argumentos y marcharon convencidos a Afganistán y a Iraq, e incluso justificaron prácticas barbáricas cómo el waterboarding (una “técnica” de interrogatorio que se conoce en América Latina como el submarino, y que fue practicado extensivamente durante los régimens de seguridad nacionales en los 60 y 70) para extraer confesiones de los detenidos acusados de terrorismo. Otros nos opusimos a la guerra, a la justificación del uso a la tortura, y a otras prácticas violatorias de los derechos humanos como la “rendición extraordinaria” que permite la extracción de personas acusadas de terrorismo a terceros paises, donde probablemente sean sometidos a terribles régimenes de detención y tortura, pues consideramos que no se puede echar por la ventana los principios democráticos —entre los cuales está el respeto por la vida humana y por los derechos humanos de todos por igual— bajo ninguna circunstancia, pues lo que nos divide de la barbarie es nuestro apego al estado de derecho.

Líderes como Fujimori (y Bush) nos quisieron hacer creer que la única opción para vencer el terrorismo y enfrentar la crisis económica era via medidas autoritarias y políticas violatorias de los derechos humanos. En el caso del Perú, hasta el día de hoy escuchamos las justificaciones resonar en la sociedad peruana: cuando Fujimori estaba siendo procesado por la masacre de Barrios Altos y la desaparición forzada de los estudiantes de La Cantuta, muchas personas cuestionaron el proceso bajo el argumento que Fujimori venció el terrorismo y que, total, mataron apenas unas 50 personas, y que ello era el costo necesario para devolver el país a la estabilidad y la normalidad.

La intención del fujimorismo de volver a gobernar el país obliga a sus dirigentes a continuar vendiendo estos discursos justificatorios del autoritarismo y la violación de derechos humanos. A pesar de que algunos imaginan la posibilidad de una democratización del fujimorismo, eso no corresponde, hoy en día, a la realidad de cómo se maneja en la práctica. El discurso del fujimorismo sigue elogiando el gobierno de Fujimori como el mejor que ha tenido el país —a pesar de que está comprobado que se robó a gran escala las arcas del Estado en beneficio de unos cuántos, a pesar de que está comprobado que se violó masivamente los derechos humanos, a pesar de que está comprobado que se implantó un modelo político que permitió tales abusos sin contrapeso ni piedad.

Al contario, el fujimorismo quiere mantener al país atrapado en un pasado de conflicto y polarización, en donde la democracia es débil y el autoritarismo es la mejor opción frente a los conflictos sociales; donde los partidos son corruptos y los líderes ilustrados son nuestra salvación; y donde todo quien cuestiona la política del Estado es practicamente un terrorista— que les permita seguir argumentando que el fin justifica los medios. Lo que nos quieren hacer olvidar es su propia corrupción, su propio desdén por la democracia, su práctica de acusar a todo opositor de terrorista para deslegitimarlo y así minar cualquier cuestionamiento a su poder y a sus políticas. Se sigue utilizando argumentos implantados luego del autogolpe del 5 de abril para seguir retardando el fortalecimiento de la democracia peruana, para fortalecer sus posibilidades para regresar al poder, para que el Estado sigue siendo el botín de unos cuántos.

Fortalecer al estado de derecho, combatir la corrupción, y velar por los derechos humanos, implica retar frontalemente los discursos que son nada menos que los rezagos del autogolpe que se impuso hace 20 años hoy día, pero cuyas consecuencias se sigue viviendo hoy en día.


Escrito por

Jo-Marie Burt @jomaburt

Politóloga por formación, activista de derechos humanos por vocación. Profesora en George Mason University y Senior Fellow de WOLA.


Publicado en

A contracorriente

un blog de Jo-Marie Burt